Las clases en la educación chilena


Saber leer y escribir es el más primordial de todos los saberes y la llave para cualquier otro. Si un niño no comprende lo que lee —si apenas junta las letras— es imposible que entienda un relato histórico o se acerque reflexivamente a un acontecimiento. Y eso es lo que ocurre especialmente en los sectores más pobres (que son los que importan). Así entonces para que los peor situados mejoren es indispensable aumentar las horas de lenguaje (y de matemáticas).

Hay literatura que apoya esa conclusión.

Basil Bernstein —un sociólogo de la educación progresista como el que más— sugirió que el código lingüístico se diferencia según la clase social. Hay un código restringido (dependiente del contexto y concreto) y otro elaborado (más abstracto). Y ocurre, dijo Berstein, que los más pobres (que desarrollan actividades concretas) tienden a socializar a sus hijos inevitablemente en un código restringido, en tanto las clases media y alta en un código más elaborado (el que se usa en la administración y en los negocios).

Y como la escuela emplea un código elaborado, el resultado es obvio: los pobres son los perjudicados. No es que sean menos inteligentes o menos talentosos: su código lingüístico es más concreto y está más distante de la transmisión que se efectúa en la escuela.

Eso explicaría por qué las metodologías activas de enseñanza (esas donde se espera que los niños desarrollen actividades por sí mismos, en base a guías escritas) funcionan poco o nada en sectores más deprivados. Y eso explicaría también por qué el constructivismo (la metodología tendiente a que los niños integren la información de manera inductiva) fracasa en los sectores más pobres.

La razón —si, por hipótesis, le creemos a Bernstein— sería la distancia entre el código lingüístico del niño y el que se emplea en la escuela. Y esa distancia —que experimentan todos— es mucho mayor en los niños pobres.

Esforzarse entonces por acortar la brecha entre el lenguaje del niño y el de la escuela —es decir, concentrar esfuerzos en desarrollar las habilidades de lectoescritura— puede favorecer más a los pobres que a los de mayores ingresos ¿Cómo oponerse entonces a una medida semejante?
Se ha sugerido que las clases de historia también contribuyen a mejorar las habilidades de lectoescritura ¿hay que atender a ese argumento que, de ser cierto, conduciría a transformar la medida que anunció Lavín en algo relativamente retórico?

Para que las clases de historia puedan contribuir a alcanzar objetivos específicos de lectoescritura sería necesario un currículum altamente integrado. Un currículum de ese tipo, en el que los contenidos están abiertos y se relacionan unos con otros, es difícil de llevar a la práctica —Berstein de nuevo— porque altera las relaciones de jerarquía y de autoridad en la sala de clases. Y ocurre que esas relaciones de jerarquía y de autoridad son imprescindibles —aunque suene políticamente incorrecto decirlo— para adquirir ciertas competencias cerradas (como la lectoescritura).

Así, en lo grueso, la medida está bien orientada.

Y es que no está en debate qué tan importante es la historia para la vida cívica. Lo que se está discutiendo es cómo mejorar las capacidades de aprendizaje —de historia, filosofía o cualquier otra cosa— especialmente de aquellos niños que por razones de clase social y de desigualdad en la división del trabajo arriesgan el peligro, no ya de no saber historia o no poder situarse reflexivamente frente a ella, sino de no saber leer.

El problema que urge atender no es de cultura, en el sentido aristocratizante de esa palabra, sino de desigualdad en recursos y en códigos.

En una palabra, el problema es de clases.