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El malestar en la educación

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Por: Carlos Peña 
 
Nunca la sociedad chilena logró educar a tanta gente como hoy y ofrecer mayores expectativas de escolaridad. ¿Por qué entonces -a pesar de esas indudables mejoras- la educación se ha convertido en una de las principales fuentes de malestar?
Varias circunstancias lo explican.
La educación transitó desde un sistema de minorías a uno de masas. Mientras en 1973 (un año de gran expansión de los intereses populares) la enseñanza media apenas atendía a la mitad, o menos, de los adolescentes, hoy día los acoge a todos. A las aulas de clases entró la sociedad entera y, con ella, un conjunto de expectativas -el aura de la profesión, las altas rentas, la distinción- que es difícil satisfacer.
Porque ocurre que hoy día -justo porque la educación es un fenómeno de masas- ni la escuela ni la universidad proveen esos bienes. Hay un desajuste de expectativas -Bourdieu sugería llamar a este fenómeno "efecto de histéresis"-: las mayorías esperan encontrar en la universidad y en la escuela bienes que ellas hoy día no producen.
El resultado es frustrante: la inclusión en el sistema educativo se experimenta como un engaño.
Se suma a lo anterior el hecho de que hoy -por motivos que habría que dilucidar- todos los problemas sociales se han reducido a problemas educativos. ¿En qué momento ocurrió que todo lo que provoca malestar social -desde las desigualdades a las crisis de comportamientos- fue transformado en un defecto del sistema escolar? Se despolitizó el tratamiento de la economía (a la que se considera casi una parte de la naturaleza) y, en cambio, todos los problemas de la vida colectiva se trasladaron a la educación. ¿Por qué extrañarse entonces de que los jóvenes, siempre sensibles a la justicia, conviertan a la escuela y la universidad en los motivos principales de su malestar? Transformada en el último reducto de la vida cívica -un raro espacio en el que la voluntad de los ciudadanos todavía importa-, la educación parece ser hoy la fuente de todos los males.
Pero no son sólo el desajuste de expectativas y la despolitización de la vida cívica los que han configurado la molestia con el sistema educativo.
Se suman una serie de hechos objetivos que están ahí, a vista y paciencia de todos.
El más relevante es el hecho de que el sistema escolar reproduce, con esmero, la estructura de clases. Los niños y niñas asisten al tipo de escuela que, en razón de su cuna, les corresponde. Los más pobres asisten a la educación municipalizada o particular subvencionada; quienes tienen siquiera un mínimo excedente van a las escuelas con financiamiento compartido, y, en fin, aquellos cuyas familias poseen un ingreso autónomo suficiente, asisten a algunos de los colegios particulares pagados. ¿Alguien cree que un sistema escolar que reproduce la estructura de clases sociales contribuirá a mayores niveles de justicia o de meritocracia? Nadie, por supuesto. Todos saben que una estructura así contribuye a que la cuna marque a fuego el destino de los niños. Es cierto: todos los sistemas educativos reproducen en alguna medida el origen social, pero ninguno lo hace con el esmero y la impudicia del chileno.
Y si eso ocurre con el sistema escolar, los problemas que presenta la educación superior tampoco son desdeñables.
Se trata de un sistema extremadamente diverso -(las casi sesenta universidades que lo conforman sólo tienen en común el nombre); cuyo financiamiento descansa predominantemente sobre los hombros de las familias (casi el ochenta y cinco por ciento del gasto proviene de ellas); y (con la excepción de algunas instituciones estatales) carente de todo control. Así las cosas, ¿no es acaso sensato pedir mejor regulación, mayor apoyo a algunas universidades estatales, igualdad de trato para los estudiantes?
Escuelas más igualitarias, un sistema de educación superior con mayor acceso para quienes fueron históricamente excluidos, instituciones públicas más fuertes. ¿Excesivo o imposible?
Nada de eso.
Es cierto que los jóvenes escuchan poco al principio de realidad; pero así es como obligan a los adultos a recordar la enseñanza de Weber (¿hay alguien más libre de la sospecha de utopismo que él?): en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente, una y otra vez, lo imposible.