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El carácter de la educación

Carlos Peña

http://blogs.elmercurio.com

¿Es cierto que en materia educativa lo público se identifica con lo estatal? ¿Será, en cambio, que lo público puede también ser servido por particulares?

La respuesta a esas preguntas -si queremos escapar de los lugares comunes y de los clichés de estos días- depende, por supuesto, de lo que entendamos por público.

En su acepción más antigua (v.gr. en Aristóteles) lo público se identifica con la posibilidad de participar en diálogos que se relacionan con la vida en común. De ahí que en la literatura antigua se contraponga el hogar (oikos) con la ciudad (polis). Lo más propio del hombre (el logos) sólo refulgía en esta última. Ejercitar el logos (lo que hoy llamaríamos razón) era entrar en lo público.

Esa acepción de lo público (como el ejercicio de la racionalidad acerca de los asuntos comunes) aparece de nuevo en la modernidad (por ej. en Habermas): aquí lo público se identifica con un ámbito (que no coincide ni con el estado, ni con el mercado) en el que las personas se reconocen una misma condición de igualdad e intercambian, mediante el lenguaje, sus puntos de vista acerca del mundo que tenemos en común.

En ambos casos -tanto en la acepción antigua como en la moderna- lo público supone la salida del hogar y la entrada en la ciudad.

Así participar de la esfera pública equivale a ingresar en un ámbito de asuntos comunes en los que todos tenemos derecho a participar mediante la racionalidad y mediante la palabra.

Es fácil comprender entonces que toda experiencia escolar es, en ese sentido, pública: en ella cada niño sustituye el amor incondicional del hogar por la medición del desempeño; aprende a usar reglas que son indispensables para la vida compartida; ejercita el lenguaje que le permite intercambiar puntos de vista y alcanzar acuerdos; se socializa en el respeto de valores comunes que fundan entre él y sus compañeros lealtades recíprocas.

Todo lo anterior acontece en la experiencia educativa al margen de la índole o naturaleza jurídica (si particular o estatal) de la escuela. La educación es, en este sentido, como el lenguaje: así como no existen lenguajes privados (según decía Wittgenstein), tampoco hay educación privada.

Así lo hemos entendido siempre en Chile.

La educación superior es un ejemplo. Hacia 1980 (cuando se dictó la actual legislación de Universidades) había en el país un total de ocho universidades y ¡seis de ellas eran fundaciones o corporaciones que se financiaban con cargo a rentas generales! Nadie dudaría hoy (tampoco entonces) de la genuina orientación pública de la Universidad de Concepción o de la Universidad Austral a pesar de que, en ambos casos, se trata de instituciones particulares, erigidas por fuera del estado.

La educación universitaria durante el siglo veinte no fue estatal; pero poseyó una indudable orientación pública.

La situación tampoco fue muy distinta en el sistema escolar.

Hacia 1957 (cuatro décadas luego de la segunda ley de instrucción obligatoria) la matrícula no estatal alcanzaba ya ¡cerca de un tercio del total! Uno de cada tres niños recibía educación en algún establecimiento particular sostenido por "instituciones de beneficencia o sociedades de cualquier clase" (como decía el artículo 42 de esa ley). Pero así y todo el sistema se expandió y nadie dudaba de su naturaleza pública.

Ahora bien, que toda experiencia educativa sea, en algún sentido, pública (como lo muestra nuestra propia historia) provee una buena razón para que la tarea educativa no quede entregada únicamente a la voluntad de las familias o de los padres y para que, en cambio, la comunidad política se ocupe de ella.

Por eso en todos los sistemas escolares -desde aquellos con predominancia de proveedores particulares como Holanda o Bélgica, a aquellos en que el estado posee la primacía, como ocurre en casi todos los países de la OECD- existe un currículum nacional, un sistema de aseguramiento de la calidad, gratuidad de la educación obligatoria y una distribución de los recursos con base estatal.

Ese conjunto de acciones tienen por objeto asegurar la índole pública de la educación, es decir, lograr que la experiencia escolar, al margen de quien la provea, equivalga al acceso al mundo y el lenguaje que tenemos en común, el mismo que nos permite, cuando adultos, entendernos y ejercitar la ciudadanía.

Por eso en vez de enceguecernos en el inútil debate acerca de cuán socialista o no es cada uno, es mejor discutir acerca de cómo asegurar que, sea cual fuere la índole o naturaleza de la escuela, ella siempre equivalga a una genuina experiencia pública.