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No sirve para nada

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Por: Cristián Warnken 


Una destacada medievalista catalana, Victoria Cirlot, especialista en filología románica, visita Chile en estos días. Participa en un seminario sobre “Las formas de hablar del silencio” y en un encuentro sobre la Edad Media. ¿Para qué sirve estudiar las visiones de la mística del siglo XII Hidelgarda von Bingard o los símbolos del “Cuento del Grial”?
Para nada. Desde un punto de vista estrictamente utilitarista, estos simposios convocados para comentar o interpretar viejos textos del pasado no tienen relevancia alguna, son un lujo, una rareza, un delirio de humanistas, esa bizarra subespecie en extinción. La misma Victoria Cirlot, en una intervención en una universidad española, años atrás, alertaba sobre los riesgos del “vicio utilitarista” que se ha apoderado de nuestras sociedades y que, incluso, está amenazando el ser mismo de las universidades, que han tenido como misión y como destino, desde siempre, mantener vivo el espacio para la gratuidad, para el pensamiento y la creación que se sustraen al pensar calculante. En los inicios de la República, Andrés Bello se esmeraba en la traducción de un verso en latín, en cuestiones filológicas vistas desde hoy como bizantinas, absurdas. ¿Qué sería de Chile sin esos “inútiles”? Talvez un páramo cultural más profundo que cuanto ya lo somos. No habría surgido la Universidad de Chile, no habría humanidades, ni el poco de ciencia que tenemos. El utilitarismo ciego, ramplón, termina por condenar a los países que viven con las anteojeras del puro presente al estancamiento en una sola dimensión del desarrollo, la del desarrollo económico.

Lo único que ha permitido el pleno desarrollo del hombre ha sido la absoluta gratuidad e inutilidad de los saberes en los que ha explorado siempre por curiosidad, asombro o simple amor al saber mismo. Victoria Cirlot recuerda una historia de Sócrates citada por Cioran. Mientras se le estaba preparando la cicuta, Sócrates aprendía un aria con la flauta. “¿De qué te sirve?”, le preguntaron, y él contestó: “Para saber esta aria antes de morir”. No todo es “para algo”, hay muchos “sin para qué” que nos pueden hacer sentirnos orgullosos de pertenecer a la especie humana, esa que muchas veces nos da vergüenza cuando leemos los titulares de los diarios. La sonrisa de la Gioconda, el estremecedor adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, un verso de Huidobro o estos de Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué,/ florece porque florece”. Cada uno de nosotros debiera aprender algo completamente inútil antes de morir. Algo que nos diera esa grata sensación de que no estuvimos aquí sólo para engrosar una estadística, para incrementar unos ahorros, para capitalizar, algo que se resistiera a la mera eficiencia. El que se junte un puñado de medievalistas en nuestra ciudad es un milagro y una forma de resistir a la desaparición del horizonte de gratuidad de nuestra vida y nuestra cultura. Cuando ello ya no ocurra, nuestra sociedad será plana, homogénea, gris, eficiente pero vacía, sin el júbilo que nos da una música inesperada surgida del silencio o una reflexión profunda nacida del viejo thaumazein, el asombro o la perplejidad de nuestros padres, los griegos.
El problema más importante hoy no es que estén cayendo los valores de la bolsa o que esté paralizada una parte del sistema escolar. Tenemos que aprender a coexistir con crisis cíclicas, sociales y económicas, probablemente cada vez más intensas. El verdadero problema es la gran crisis de sentido de sociedades que, por focalizar todo en el “para qué sirve”, han terminado por devastar no sólo la tierra, sino el alma de la tierra. Corremos el riesgo de morir envenenados por la cicuta del utilitarismo, pero sin haber aprendido una sola aria de flauta, que es lo único que nos puede preparar para recibir nuestra propia muerte con una sonrisa.