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La nobleza de perder el año

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Por: Juan Ignacio Piña

A pocos pueden caber dudas de que el movimiento estudiantil ya ha conseguido sentar las bases de un mejoramiento real de la educación en Chile. De hecho, y a pesar de las acusaciones cruzadas de intransigencia que se formulen, probablemente el tiempo hará que todos reconozcan que hubo un antes y un después de este movimiento y que el futuro de la educación será tributario de la enérgica lucha que hemos presenciado.
 
Que ha estado cargada de ideología, sí. Que ha tenido dosis muy relevantes de irresponsabilidad, también. Pero probablemente los cambios sociales relevantes requieren de todos esos ingredientes, requieren irritar, incomodar, transformar a la sociedad en un entorno hostil para que el sistema se tenga que adaptar y alcance su homeostasis. Así es la evolución social: indómita y no dirigida, una deriva de adaptaciones.
 
Todo esto está muy bien desde la perspectiva teórica, pero implica una serie de costos en la práctica. Y son costos que, a estas alturas, se deben asumir porque son el efecto natural del quiebre, del punto de inflexión. Son lo que marca la diferencia entre la estrategia cómoda y el arrojo valiente. Este es el momento en que los próceres muestran de qué están hechos, a qué están dispuestos. En esta dialéctica desatada, productiva y tan hegeliana como la que más, el punto de no retorno se llama perder el año escolar. Y aquí no se pierda nadie, no hay lugar para las medias tintas.
 
Los profesores nos vemos expuestos muchas veces a buenas razones para pasar estudiantes de curso. Desde un accidente involuntario o una enfermedad que le impidió tener la asistencia suficiente o rendir los exámenes correspondientes, hasta nobles tareas emprendidas por jóvenes idealistas. Imagine que una serie de estudiantes hubiera decidido no asistir a clases para trabajar durante todo un semestre en la reconstrucción post terremoto. Ello sería admirable y daría cuenta de su compromiso social y su generosidad. Pero a vuelta de semestre, a nadie le habría parecido razonable que los profesores les aprobaran los ramos no cursados en atención a esas reconocibles virtudes. Cuando un profesor firma un acta de aprobación hace una declaración: declara que el alumno sabe los contenidos mínimos para aprobar. Y hay que cuidarse mucho de no mentir en ese instrumento. En términos muy sencillos, apunto al hueso: el año académico, si se dan los supuestos, DEBE PERDERSE. Desvístalo de venganza, revancha o chantaje. No va por ahí la cosa. Es un deber y además una obligación de respeto para los propios estudiantes, para los profesores e incluso para sus acongojados padres.
 
Pasarlos por decreto, ordenanza o ley es un engaño para todos. No se ha cursado el año, no se han pasado los contenidos, no han aprendido lo que debían aprender. Han aprendido muchas otras cosas, sí. Probablemente sean mejores después de todos los sacrificios, también. Igual que si hubieran dado el semestre por la reconstrucción o por la noble causa que hubieran elegido. Eso es tratarlos honorablemente, reconociendo su arrojo y decisión y permitiéndoles gozar de él en toda su extensión, asumiendo todas las consecuencias con la misma templanza con la que han soportado las tomas y las marchas, con la misma decisión con que han intentado excluir a los violentos de las manifestaciones y con la misma nobleza con la que han resarcido los perjuicios de esos actos violentos a algunas de las víctimas.
 
Entonces algunos dirán, ¿pero por qué tienen que soportar esa pérdida los padres o el resto de los alumnos que no querían estar en paro? Y la respuesta es: porque así son las cosas en el despiadado mundo fuera de las aulas. Cuando las juventudes tienen que ir a la guerra justa y perder la vida, los padres tienen que soportarlo, apretar los dientes hasta el chirrido y asumirlo como el costo de la libertad. Y cuando se recluta a los conscriptos tampoco se les pregunta si están o no de acuerdo con la causa. Es la lucha que les tocó librar. El peor mensaje que como sociedad podríamos mandar, es decirles a estos jóvenes idealistas que las cosas en el mundo real no son así. Pues así son, llenas de sacrificios y sudores. Por eso pasarlos de año sería, paradójicamente, el peor mensaje educativo imaginable.