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La Iglesia y el conflicto educacional

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Por: Carlos peña 

Lo más pintoresco de esta semana fue el ofrecimiento de la Iglesia Católica para mediar en el conflicto estudiantil. La Iglesia está dispuesta -dijo el vocero de la Conferencia Episcopal- "siempre y cuando los jóvenes hagan un llamado formal". Ricardo Ezzati -arzobispo de Santiago- confirmó luego esa oferta.

Insólito.

Un mediador es, por definición, quien carece de intereses en el conflicto que trata de resolver. Al no tener nublada la vista por sus propios intereses, el mediador aleja el peligro de la parcialidad y, así, puede ayudar a las partes en conflicto a ponderar las razones del otro y, poco a poco, alcanzar un acuerdo.

¿Satisface ese criterio general la Iglesia Católica? ¿Está ella en una condición de imparcialidad en materia educacional?

Desgraciadamente no.

La Iglesia cuenta con el 71 por ciento de las escuelas sin fines de lucro; diez de las sesenta universidades son explícitamente católicas (seis de ellas perciben subsidios públicos directos); y está bajo su control uno de los Institutos Profesionales con mayor matrícula del sistema.

En otras palabras, la Iglesia Católica es, de todos los proveedores no estatales de educación, el más importante. Cualquier empresario de la educación empalidece frente a ella. Su presencia alcanza al sector particular subvencionado, al sector particular pagado, a las universidades del Consejo de Rectores, a las universidades privadas creadas luego del año 1981, a la formación técnico profesional. Se trata, en su conjunto, de un poderoso aparato de influencia cultural financiado con cargo a impuestos. Algo que no ocurre con otras confesiones religiosas o sistemas ideológicos.

¿Cómo entonces la Iglesia podría mediar en el conflicto educativo?

Consentir algo así sería llevar el conflicto de intereses a la peor de sus versiones: a la de ser juez y parte. Equivaldría a que un banco mediara en un conflicto entre las instituciones financieras y los reguladores estatales, o que una universidad privada pretendiera erigirse en un tercero imparcial a la hora de decidir si ha de darse o no un trato preferente a las universidades estatales.

No hay duda: la Iglesia no debe mediar en este conflicto.

Si lo hiciera, la Iglesia Católica se situaría a sí misma más allá del bien y del mal, por encima de los conflictos de intereses de la sociedad, como si ella y sus integrantes fueran capaces de trascender esos intereses y no estuvieran, en cambio, como ocurre en educación, contaminados directamente por ellos.

Pero si esa pretensión de los obispos dota a la Iglesia Católica de una posición que no le corresponde, al mismo tiempo degrada a los representantes del pueblo y al foro público por excelencia, el Congreso Nacional, a la condición de simples espectadores o auxiliares del diálogo. En una palabra, daña a la democracia. ¿Se ha pensado a qué se reduce el gobierno y las instituciones representativas cuando se sugiere enfrentar la movilización social con mediadores, como si los representantes democráticamente electos o el Ejecutivo fueran incapaces? ¿Acaso en una democracia no es a los representantes del pueblo a quienes corresponde deliberar acerca del futuro de la vida que tenemos en común?

Es razonable, por supuesto, que se llame a las iglesias -así, en plural- cuando se trata de dirimir conflictos en los que se entrelazan culpas morales de largo alcance. En esos casos las instituciones meramente civiles no cuentan con argumentos y es imprescindible echar mano a las creencias últimas que orientan la vida de los involucrados. Fue el caso de la mesa de diálogo por las violaciones de los derechos humanos.

Pero que la Iglesia se ofrezca para mediar en conflictos puramente seculares donde están en juego los intereses de grupos (incluidos los suyos) no tiene ninguna justificación.

Ninguna.

Sería como creer que la democracia chilena está hoy obligada a elegir entre la calle y la Iglesia.