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Académicos e investigadores de Chile, ¡movilícense!

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Por: Juan Manuel Garrido 

El movimiento estudiantil de las últimas semanas ha mostrado ser exitoso y poderoso, al menos si lo medimos por su convocatoria, por su grado de articulación, por la claridad en la formulación de sus aspiraciones, por la prudencia y altura política con la que sus jóvenes dirigentes han logrado introducir el debate en el ámbito público y social.

Este movimiento, me parece, invita a una reflexión que concierne, primero, la idea que nos hemos hecho de la Universidad, también cuando se reclama un acceso gratuito y público a ella, y segundo, la idea de Universidad que puede y debe querer un país como el nuestro. Me parece clara la respuesta a la primera cuestión (y tanto más urgente su análisis): las universidades son hoy principalmente centros de formación técnica y profesional. Se espera de ellas que formen trabajadores que estén en condiciones de ofrecerle a la sociedad diversas competencias que conciernen algún tipo de saber aplicado a cambio de una retribución por su servicio profesional. Y ciertamente me parece justo querer igualdad de oportunidades para los estudiantes que desean carreras técnicas y profesionales, así como me parece razonable que un país vele por que sus profesionales y técnicos sean escogidos de acuerdo a sus méritos y habilidades y no de acuerdo a su origen social o a la capacidad económica privada de sus familias.

Reducir la “producción de conocimiento” a ciencia aplicada de impacto inmediato, y reducir y las humanidades a un mercado de ideas que asegura la publicación de cualquier cosa (pues estamos obligados a expresar la calidad del trabajo intelectual con cantidad), es, desde luego, la primera manera de acabar la investigación, por tanto (a mediano y largo plazo) con la calidad de nuestros técnicos y profesionales.

Lo que me parece menos razonable es que no haya una reflexión sobre las consecuencias que puede tener a corto, mediano y lago plazo esa idea que hemos elegido de Universidad. Este debate es urgente y necesario desde el propio punto de vista de la formación de nuestros técnicos y profesionales. Sin un adecuado desarrollo de la investigación en ciencias básicas y en humanidades, es muy probable que la calidad de nuestros profesionales y técnicos decrezca sin retorno. A un alumno de enseñanza media que va a ser abogado le conviene estudiar matemáticas porque las matemáticas lo preparan para pensar mejor y más eficazmente, y a un alumno que va a ser biólogo le conviene desarrollar al máximo sus competencias en idiomas extranjeros y sus competencias artísticas y literarias, no porque deberá leer y escribir papers en inglés, sino que porque sin entrenar la plasticidad de su mente quedará en desventaja a la hora de imaginar experimentos o de aventurar explicaciones para resultados anómalos. Asimismo, un estudiante de carreras técnicas y profesionales sólo puede obtener beneficio del contacto académico con investigadores y docentes de excelencia en áreas de ciencias básicas y humanidades.

Esta simple constatación ha orientado la pedagogía en Occidente durante miles de años. Sin embargo, una buena formación escolar en matemáticas avanzadas, en lenguas extranjeras (modernas y clásicas), en sensibilidad artística y literaria, parece reservado a las élites mundiales más exclusivas. En el plano universitario nacional, es claramente dramática la suerte que corre la investigación en ciencias básicas y sobre todo en humanidades. Un desarrollo adecuado de la investigación en estas áreas debería tener lugar en institutos o departamentos universitarios con independencia económica y con investigadores preocupados exclusivamente de alcanzar estándares del más alto nivel (como se sabe, éstos estándares no necesariamente van de la mano de índices y rankings de universidades y revistas). Se necesitan investigadores de punta con tiempo y recursos para pensar y estudiar lo que ellos creen que se debe pensar y estudiar para contribuir al avance en ciencias y humanidades. Reducir la “producción de conocimiento” a ciencia aplicada de impacto inmediato, y reducir y las humanidades a un mercado de ideas que asegura la publicación de cualquier cosa (pues estamos obligados a expresar la calidad del trabajo intelectual con cantidad), es, desde luego, la primera manera de acabar la investigación, por tanto (a mediano y largo plazo) con la calidad de nuestros técnicos y profesionales.

En Chile parece haberse abandonado cualquier pretensión a planificar globalmente y a largo plazo una producción de conocimiento relevante en humanidades y ciencias básicas. Para oponer un ejemplo que no sea ni europeo, ni asiático, ni norteamericano, baste con mirar a Brasil. En el ámbito de las ciencias y tecnología, Brasil gasta más que China y Rusia por investigador. Más del 50 % de las publicaciones científicas en Latinoamérica son generadas en ese país. Actualmente se invierte el 1.43 % del PIB en ciencia y tecnología, y se planea llegar a gastar el 2,0 % en 2020. Las universidades estatales más grandes de Sâo Paulo reciben el 9.57% de los ingresos estatales por concepto de impuesto a las ventas. ¿Qué indican esas cifras? Que este país vecino comprende que el crecimiento económico no puede prescindir de un desarrollo en la investigación, es decir en la capacidad de independencia cultural e intelectual. No se trata de hacer comparaciones con un país como Brasil (aunque las cifras son a su vez elocuentes desde el punto de vista de comparaciones con países muchísimo más grandes que Brasil). Se trata simplemente de llamar la atención sobre la alarmante desinformación que en nuestro país existe sobre las obvias y por milenios conocidas virtudes del estudio.

Una universidad pública y gratuita no es de suyo sinónimo de excelencia, aún si hay verdad en la afirmación de que la libertad de la creación espiritual y científica por definición no puede estar sujeta a los vaivenes de un mercado; no hace falta decir que la universidad privada no es de suyo un impedimento para que esa libertad tenga lugar –es cosa de ver dónde encuentran refugio muchos de los investigadores en humanidades–, así como no ha sido impedimento para contribuir a la movilidad social y a una mayor igualdad de oportunidades en carreras técnico-profesionales. Pero hay un asunto pendiente en el debate actual, el del conocimiento, y no me parece que debamos delegar la responsabilidad de tratarlo a los estudiantes, si es verdad que el hecho de consagrar nuestras vidas al estudio nos debe poner en una situación más favorable para entender y transmitirle a la sociedad lo que significa conocer.