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Historias de familias de ingresos altos que optaron por la educación pública

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Ines Padilla 

"A mí la educación pública me discriminó muchos años. Cada vez que quise matricular a mis hijos en un colegio público me decían que no, porque le quitaba el puesto a un niño pobre. Por lo menos con Bárbara me resultó", afirma con ironía Mariano Leonardi.

Sentado en su escritorio observa a su hija, mientras ella relata su experiencia en el Carmela Carvajal. Ambos son cómplices de experiencias similares. El nació en el seno de una familia italiana del sur y su período escolar lo vivió primero en un colegio alemán y luego en un liceo de su región. Ingeniero comercial de profesión, hoy es gerente general de una clínica, vive en Las Condes y la mayoría de sus familiares y amigos son fieles seguidores de la educación privada: "En este aspecto siempre he ido contra la corriente.

Como tuve problemas para matricular a mis hijos en un colegio público, los puse primero en un particular subvencionado. En ese momento, todo el círculo social nos encaraba, nos decían que éramos cagados, que cómo no invertíamos en la educación de los niños. Después, cuando ella entró al Carvajal, la crítica fue aun más fuerte", recuerda.

La idea de ingresar al liceo fue de Bárbara, quien se contagió del entusiasmo de sus amigas de sexto básico, que no tenían tantos recursos económicos y soñaban con ir a un colegio de excelencia. Pero, a pesar de que las cuatro postularon, sólo ella quedó. "Fue un golpe súper fuerte, porque era niña y me quería cambiar para seguir a mis amigas, pero me di cuenta que ellas postularon porque realmente era una oportunidad en sus vidas", afirma emocionada.

La exigencia fue alta desde el principio. Los primeros años eran competitivos, una disciplina académica que después se convirtió en costumbre. Bárbara afirma con orgullo que en su liceo el peor promedio es un 6,0 y cree firmemente que la diversidad social influye, porque una vez que se acabaron los privilegios, aprendió a conocerse a sí misma y  saber cuánto era capaz de rendir.

Sus amigas del Estadio Italiano, donde practica vóleibol desde pequeña, no han escuchado siquiera de la existencia de su liceo, todos van a colegios particulares, se movilizan en auto y se sorprenden cuando ella explica sus eternos viajes en Transantiago. "Para mis amigas es raro, porque no conocen al resto de la sociedad y no está en sus prioridades hacerlo", explica con una sonrisa. Para Mariano, un liceo público siempre será enriquecedor: "Durante el conflicto estudiantil, daban opiniones que tú te quedas con la boca abierta. Y así veo  a mi hija, consciente, segura de sí misma, porque ese liceo le mostró el mundo real", afirma tajante.

"SOY SIMPLEMENTE EL SERGIO, SI TENGO PLATA O NO, A NADIE LE IMPORTA"
En el Nacional, nadie sabe quién es hijo de quién. Buscar en la masa de ternos azules a uno de sus alumnos teniendo como único señuelo su estrato socioeconómico es una tarea difícil, casi imposible. Ante la pregunta, se miran las caras unos a otros, sin poder responder. Pero, tras correr la voz, un grupo indica a Sergio, o el "Checho", que sentado en la banca de una plazoleta resguarda un lienzo gigante que se extiende a lo ancho de la calle Arturo Prat con las consignas del conflicto estudiantil.

"Sí mi papá es abogado", responde con desconfianza. Relata que Sergio Faúndez padre es un abogado, egresado de la Universidad de Chile y casado con Liliana, una profesora de francés. El es el mayor de los cinco hermanos Faúndez Alarcón y fue en sexto básico, luego de algunos años en un colegio particular, cuando planteó la inquietud a sus padres por conocer un establecimiento distinto, del que había oído hablar.

"Justo ese año -recuerda Liliana- yo había tenido algunas reuniones con colegas y alumnos del Instituto Nacional. Me quedé asombrada por el perfil que tenían los niños: inteligentes, muy respetuosos, sabían expresarse, algo poco común en jóvenes de esa edad". Ella y su marido fueron formados en la educación privada y los liceos eran un tema nuevo. Pero la presión de Sergio era infatigable. "Le di muchas vueltas al asunto; finalmente tomé la decisión por él, porque me había demostrado que era responsable y capaz de enfrentar el proceso que se venía", dice.

El padre, sin embargo, no estaba de acuerdo. Su hijo recuerda con una sonrisa cómo le repetía una y otra vez que no tenía problema con matricularlo en otro colegio particular, pero él insistía. Sergio era el mejor alumno de su clase y postuló al Instituto Nacional con un 6,8. "El primer día de clases estaba aterrorizada, me acuerdo que no quería soltarle la mano, ver ese colegio tan grande, un cambio tan drástico para un niño que estaba sin sus amigos, tan chico, fue muy fuerte", cuenta su madre.

Claro que las consecuencias del cambio se sintieron. Su promedio bajó a 5,5 y tuvo que esforzarse el triple para alcanzar a sus compañeros: "En mi otro colegio todos me conocían, era el ídolo de los profesores, siempre en el cuadro de honor y aquí llegué a un colegio con cuatro mil alumnos donde todos son buenos. Me costó mucho, sobre todo los dos primeros años", dice Sergio.

Fue durante esa transición cuando las peleas con su papá se intensificaron. Estaba involucrado emocionalmente con su colegio y, aunque tuviera malas notas, no volvería atrás. Y ya no eran sólo las notas; estaba creciendo y tenía una opinión política, que muchas veces no concordaba con la de su progenitor. "Lo más complicado cuando sales de un colegio donde todos tus compañeros tienen plata es que se acaba la burbuja donde te criaste. Antes, mis preocupaciones eran si tenía el celular más moderno o la mejor ropa. Aquí yo soy simplemente el Sergio, si tengo plata o no, a nadie le importa".