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El derecho a la educación del enemigo

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Por: SANTIAGO ESCOBAR

El gobierno se empeña en tratar como enemigos a los estudiantes. Acaba de someterlos al asedio y la venganza de perder el año escolar en vez de intentar seriamente sentarlos a conversar.

Para el gobierno no parece ser importante que más del 60 por ciento de la población concuerde con las demandas estudiantiles. Que los estudiantes sean víctimas de por vida de un sistema que, además de esquilmarlos, les da mala educación. Tampoco que el país haya perdido generaciones por el invento dictatorial de la municipalización y el sistema de enseñanza superior gobernado por el lucro enmascarado legalmente.

La lógica del gobierno es que él representa el bien común, aunque su discurso esté lejos de la gente concreta. Al menos la de los estratos medios y pobres de la sociedad que apoyan de manera mayoritaria las demandas estudiantiles, y han sufrido como un impuesto regresivo la mala educación.  Esa lógica de gobierno, es el resultado de una doctrina económica aprendida con mente de subdesarrollo, que considera al gobierno y la sociedad como categorías de mercado.

La oposición, por su parte, actúa como si le preocupara más su supervivencia política que el interés general de la población. Vive la coyuntura en el ritmo de una burocracia política satisfecha, que aspira a que su depósito político a plazos le de cómo rentabilidad  otra vez la presidencia de la república. Nada más parece importarle.

Carece de acuerdos internos básicos que le permitan, además de un lenguaje común, admitir claramente la responsabilidad que tiene en muchas de las situaciones  por las que hoy se movilizan los ciudadanos.

Si tiene un 17% de adhesión en medio de un país politizado y movilizado, es que ella es más parte de los problemas –al menos en su origen-  que de las soluciones. Y no desea admitirlo y se encierra en sus juegos de mayoría  y de alianzas con cartas marcadas para elecciones marcadas.

Luego de aprobarse una reforma constitucional electoral de inscripción automática y voto voluntario, las leyes que hacen posible su aplicación duermen en la lentitud de los satisfechos en el Congreso. Mientras la ciudadanía observa que todo sigue igual, mientras sus dirigentes tratan de convencerla que la solución son nuevas leyes.

Para el gobierno no parece ser importante que más del 60 por ciento de la población concuerde con las demandas estudiantiles. Que los estudiantes sean víctimas de por vida de un sistema que, además de esquilmarlos, les da mala educación.
El resultado final es una ciudadanía a merced de una elite que parece ser ciega, sorda y muda. En cualquier otra parte, movilizaciones sociales de la envergadura de las ocurridas   en Chile habrían conmocionado al poder político. En nuestro país ello no ocurre porque todo parece estar amarrado.  Durante más de veinte años de democracia, muy pocas veces se había visto una coincidencia de opiniones tan fuerte en la ciudadanía acerca de un tema, y nunca una movilización tan constante, relativamente serena y prolongada. Sin embargo parecemos estancados entre la anemia de la oposición y la soberbia autoritaria del gobierno.

Si tal condición prevalece, la política, en especial la que desarrolla el gobierno, se tornará un precario juego de lenguaje, vacío de contenidos, acercando peligrosamente a la sociedad a visiones autoritarias y dogmáticas y maniqueas acerca de lo que es bueno o malo, y haciendo prevalecer las soluciones de fuerza antes que los acuerdos.

Mientras más se prolongan en el tiempo los problemas, más se hacen sistémicos y se tornan difíciles de arreglar. Peor aún en una democracia en que los gobernantes deciden ser adversarios de sus ciudadanos, o la oposición política los instrumentaliza para su supervivencia.

La coyuntura actual, llena de movilizaciones ciudadanas, va más allá de los temas educacionales, y ha empalmado con el término de un ciclo político, agotando tanto un modelo de gestión de gobierno,  como los modos y culturas de las principales instituciones que lo sostuvieron. Hoy, querámoslo o no, estamos frente a un nuevo escenario social, que obligan a cambios de actitud a todas las fuerzas políticas.

La disciplina social y política que acompañó la transición se agotó. Y aunque fue un potente acto de madurez cívica que permitió la paz social, también permitió el germen del abuso institucionalizado con las leyes orgánicas constitucionales sobre educación, salud, previsión social y otras, ya no es un referente válido para la sociedad.

Es eso lo que hoy está en debate: una definición, en un vacío doctrinario doctrinaria de nuestro régimen democrático, de los valores de orientación del sistema, en primer lugar aquellos que perfilan la calidad de vida de todos los ciudadanos como son los bienes públicos.

Entre ellos, la educación es tal vez el que genera en todas partes los más amplios consensos y solidaridad entre generaciones de ciudadanos, y el que alienta mayormente el sentido programático de los gobiernos de todo signo.

Ello no ha ocurrido en Chile. Peor aún, el ministro de educación – y el gobierno en su conjunto- se esfuerzan por amedrentar a los estudiantes en huelga, debilitar sus liderazgos, omitir o menospreciar a los más pequeños, como los secundarios, y sencillamente ignorar la inmensa mayoría de la opinión ciudadana.

La lección es grave porque las sociedades frustradas son inestables. Cuando se predica el individualismo y se practican soluciones autoritarias frente a adolescentes que protestan por concretar un valor sobre el cual el sentido común tiene consenso,  existen sobradas razones para decir, como Marco Tulio Cicerón, que el poder político se ha vuelto necio. Y que está invocando de manera inconciente la ferocitas de los jóvenes,  sembrando el rencor y la desilusión entre ellos frente a una sociedad sin sentido de bien común. Algo que muy naturalmente están haciendo en Chile  unas élite ciegas, sordas y mudas frente al futuro.