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Chile: ¿El fin de un pacto político?

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Por: Fernando Mires


Que en Chile hay democracia, nadie lo discute. Pero que se trata de una democracia letárgica, donde los representantes viven desvinculados de toda representación, alejados de una población cuya ciudadanía ha sido convertida en simple masa electoral

Chile está entrando a una fase que podríamos denominar –aunque parezca paradoja-  como “re-politización de la política”. A su vez, la “re-politización de la política” sólo puede tener lugar a través del ejercicio activo de la ciudadanía. Y la palabra ejercicio no es casual. Quiere decir que la política, para que exista, no sólo debe ser ejercida sino, además, ejercitada.

Una de las grandes sorpresas de este agitado 2011 ha sido la de las multitudinarias manifestaciones sociales que han tenido y tienen lugar en Chile, país que a juicio de diversos analistas estaba atravesando los umbrales que llevan al desarrollo y cuyos problemas sociales –en comparación a los que se agitan en otras latitudes sub-continentales- parecían ser menores. Con cierta tendencia al delirio, no pocos hablaban del “milagro económico chileno”.
Todo comenzó a tomar forma con las protestas de Mayo en contra de la construcción de las anti-ecológicas represas de HidroAysén.

No llamó tanto la atención de que hubieran aparecido protestas en torno a HidroAysén sino el hecho de que éstas sobrepasaron con mucho la temática ambientalista, la que hasta entonces sólo había sido sostenida por grupos aislados sin gravitación política. Quedaba así claro que dicha protesta encerraba un potencial que no era sólo ambientalista. Además, expresaba un abierto malestar en contra del gobierno por una parte, y en contra del conjunto de la estructura política, por otra. No nos olvidemos que los planes sobre HidroAysén fueron fraguados durante los tiempos de la Concertación.

A HidroAysen siguieron multitudinarias manifestaciones estudiantiles en contra del favoritismo estatal a la educación privada, tanto en escuelas y liceos como en las universidades. En efecto, la educación chilena, para usar un término que ya no está en boga, es abiertamente “clasista”  Y si ese término parece inadecuado, hay que aceptar que por lo menos es socialmente discriminatoria y económicamente lucrativa.

Y para rematar, la guinda de la torta: los obreros del cobre, después de muchísimo tiempo, decidieron salir a las calles e ir a la huelga protestando en contra de una eventual privatización de las empresas cupríferas. La  nacionalización del cobre está en peligro y esa nacionalización, como es sabido, tuvo y tiene en Chile un significado simbólico, uno que trasciende a las conveniencias puramente económicas, y esto es algo que los empresarios que rodean al Presidente Piñera nunca lograrán entender.

De este modo, sobre la base del espacio político chileno se ha formado un cuadro que reúne las siguientes características:
-         Presencia masiva en las calles de diversos actores sociales quienes se movilizan  en torno a múltiples problemas (ecológicos, estudiantiles, culturales, económicos y sociales)
-         La masificación de las protestas ocurre en el momento en que la popularidad del gobierno Piñera ha caído en picada, bajando del 55% al 31%, según últimas encuestas. Es decir, utilizando la misma jerga del oficialismo, nos encontramos frente a un país cuyo gobierno se encuentra políticamente descapitalizado.
-         La protesta social no sólo no es obra de la oposición, tampoco es conducida por ella. Al contrario, muchos de quienes protestan se manifiestan con la misma energía tanto en contra del gobierno como en contra de la oposición. Nos encontramos entonces frente a un típico caso de “crisis de representación política”, hecho que parece ser el más relevante de la coyuntura actual.
Ahora bien, si aceptamos que en Chile hay una crisis de representación política, muchos pondrán el grito en el cielo. Unos por miedo a que la democracia sea de nuevo resquebrajada y vuelvan aquellos tiempos anárquicos que precedieron a la dictadura de Pinochet. Otros porque imaginan que Chile ha entrado a una fase de insurgencia social en contra del capital internacional, el imperio, las transnacionales, el “binominalismo” y la cacha de la espada. No faltan quienes están llamando a una Asamblea Constituyente, aunque nadie sabe muy bien con qué se come eso. Sólo los que salen a las calles parecen estar concientes de los motivos. Los ecologistas en contra de las represas, los estudiantes en contra de los monopolios privados que controlan la educación y los mineros en contra de las empresas del cobre. Y punto. Luego, que todas esas movilizaciones se crucen entre sí, es algo normal, y que a través de esos entrecruzamientos surja una nueva conciencia ciudadana, es todavía algo más normal.
Por cierto, como en la historia del huevo o la gallina podríamos discutir días y noches si es que la movilización ciudadana precipitó la crisis política o si la crisis política hizo posible la movilización ciudadana. Mas, aún a riesgo de ser repetitivo, ha de reiterarse que tanto la participación ciudadana como las crisis políticas son acontecimientos normales que ocurren en todas las democracias bien constituidas. Solamente en Chile eso no era normal, y las razones de esa “normal anormalidad” deben ser discutidas. Pero no sin antes precisar una constatación elemental
Característica de la vida política es su conflictividad y nadie se equivoca si afirma que la política vive de sus antagonismos. O lo que es igual decir: sin antagonismos no hay política. Las luchas antagónicas suelen llevar a crisis políticas, tanto en los partidos como en los gobiernos. Sólo en dictaduras no hay crisis políticas, entre otras cosas porque no hay política. Eso quiere decir que para que los antagonismos puedan desenvolverse en toda su intensidad, se requiere de normas, leyes, instituciones, en fin de un espacio democrático.
Sin luchas antagónicas puede haber, desde luego, democracia, pero el espacio democrático permanece vacío, lo que por lo común no lleva a crisis políticas pero sí a algo mucho peor: a una “crisis de la política”. De ahí que  es posible afirmar que a través de la movilización ciudadana, Chile está recuperando la normalidad política que había perdido durante veinte años de Concertación.
Para ser más precisos: Chile está entrando a una fase que podríamos denominar –aunque parezca paradoja-  como “re-politización de la política”. A su vez, la “re-politización de la política” sólo puede tener lugar a través del ejercicio activo de la ciudadanía. Y la palabra ejercicio no es casual. Quiere decir que la política, para que exista, no sólo debe ser ejercida sino, además, ejercitada.  Eso, justamente eso, el ejercicio de la ciudadanía política, era el ingrediente vital que faltaba a la democracia chilena.
Que en Chile hay democracia, nadie lo discute. Pero que se trata de una democracia letárgica, donde los representantes viven desvinculados de toda representación, alejados de una población cuya ciudadanía ha sido convertida en simple masa electoral, también es cierto. Los movimientos ciudadanos del 2011, en cambio, están haciendo vibrar la democracia; y eso sólo puede ser bueno para la democracia. De tal modo, la pregunta más pertinente en el contexto señalado es ¿por qué la política chilena vivía una existencia aletargada? La respuesta tentativa es: ese aletargamiento no era más que el resultado directo de un pacto político implícito: el así llamado pacto político de la transición.
El pacto de la transición se expresaba en la aceptación de parte de los partidos “concertacionistas” de un paquete de condiciones que debían ser cumplidas en el periodo que va desde una de las dictaduras más brutales del continente, hacia la plena consolidación del orden democrático. Esa fue la tarea histórica de la Concertación, y la cumplió. Pero después de eso, nadie ha encomendado a la Concertación otra tarea, ni tampoco la Concertación ha inventado otra.
Cabe destacar el carácter implícito y no explícito del pacto de transición como también el hecho de que ese pacto fue aceptado, también de modo implícito, por la mayoría de la ciudadanía. No había, en efecto, otra alternativa. Como es sabido, la dictadura militar no fue derrocada por ninguna insurrección. En sentido estricto, la dictadura, después del plebiscito, aceptó su retiro, aunque de un modo condicional.
Las condiciones implícitas del pacto son de sobra conocidas. En lo político, mantenimiento de la Constitución creada por la dictadura. En lo económico, mantenimiento del orden que creció al amparo del techo dictatorial. En lo social, bloqueo de reivindicaciones de determinados sectores sociales tácitamente excluidos por el orden económico prevaleciente. 

A cambio de eso, la Concertación pudo llevar a cabo una serie de reformas sociales que no alteraban los esquemas económicos, consolidar la institucionalidad democrática, dinamizar una economía social de mercado, e integrar al interior del Estado a una numerosa clientela ocupacional.

Como es posible imaginar, dicho pacto desmotivó radicalmente la participación política ciudadana. Eso quiere decir que sobre cada acción reivindicativa fue erigida como espada de Damocles, una amenaza: la de no intentar hacer el juego a la “derecha pinochetista”. Ello trajo como resultado una notable inhibición política aparejada con una autonomización muy radical de las representaciones partidarias, particularmente las de la Concertación. Pues, a  diferencias del tango de Gardel donde “20 años son nada” en la política “20 años son mucho”. 

Por lo menos son lo suficiente para que las representaciones políticas se conviertan, aún en contra de su voluntad, en gruesas costras estatales, o dicho en términos politológicos, “en una clase política”.  De este modo, la Concertación estaba amenazada de correr la misma suerte del PRI mexicano que de partido popular se convirtió en un extremadamente corrupto partido-Estado.

En cierto modo el triunfo de Piñera salvó a la Concertación de pasar a la historia como una “Nomenklatura” estatal y estatista “a la chilena”. Y de paso el gobierno de Piñera liberó a la ciudadanía política de su aletargamiento, entre otras cosas, porque la derecha -la pinochetista y la no tanto- ya estaba en el gobierno. Pero a la vez, Piñera –y esa ha sido su tragedia- se ha convertido en el chivo expiatorio de todas las deficiencias cometidas por la Concertación. A fuerza de ser honestos hay que reconocer que tuvo razón aquel político de derecha cuando dijo: “los manifestantes quieren que nosotros hagamos en dos años lo que la Concertación no hizo en veinte”. Efectivamente, eso quieren los manifestantes. Y es por eso que no pierden la oportunidad de expresar un profundo malestar en contra de los partidos que ayer formaron parte de la Concertación. Piñera, a su vez, está pagando los platos rotos del fin de un pacto político del cual el mismo formaba parte; y tiene que hacerlo. Al fin y al cabo nadie lo obligó a entrar a la política cuya lógica se rige por líneas muy diferentes a las que predominan en el mundo de las empresas.

El regreso al ejercicio de la soberanía, o lo que es igual, la re-politización de la política, o lo que también es igual, el fin del pacto político de transición, son hechos que no podían tener lugar de modo versallesco. Tanto tiempo estuvieron callados los actores ciudadanos, que hoy vuelven a grito limpio. Tan poco pudieron protestar en el pasado que hoy protestan por todo. Tan pocos se hicieron ayer presentes, que hoy se manifiestan en miles y miles y miles, copando las calles de toda la nación. La irrupción de las masas no podía, bajo esas condiciones, sino profundizar aún más la crisis política que vive Chile. Y esa crisis política es en cierto modo una crisis doble: por una lado se manifiesta como crisis de gobierno y por otro, como crisis de los partidos. Pero no de algunos partidos; de todos, sin excluir a ninguno.

Al llegar a este punto vale la pena volver a una de las afirmaciones preliminares del presente texto, a saber: la de que las crisis políticas, cuando tienen lugar al interior de un espacio democrático, son consustanciales a la propia política. Eso quiere decir que la crisis política que vive Chile puede, bajo determinadas condiciones, llevar a una renovación del hacer político. Y que esa crisis se manifieste de modo sísmico es, por lo demás, muy explicable. Pues, para completar la imagen es preciso decir que los sismos son acomodamientos de las capas tectónicas del planeta. Así está ocurriendo efectivamente en Chile. Las capas tectónicas de la política están buscando otra estabilidad que hoy, la política actual, sea de derecha o de izquierda, no puede garantizar. Porque si la crisis es doble (de gobierno y de partidos) la alternativa también es doble. Por un lado se trata de aceptar el agotamiento de un paradigma, válido para todo el periodo de transición. Por otro lado se trata de asumir la necesidad de un recambio generacional. Muchos de los estudiantes que hoy gritan en las calles gobernarán mañana y desde mullidos sillones enfrentarán a los reclamos de nuevos manifestantes que portarán consigo el mensaje de promesas nunca cumplidas. Es la ley de la vida.

Lo más probable es que en Chile surgirá una nueva formación tectónica- política. Ella puede hacerse presente en nuevas organizaciones, o también, en una relación diferente entre representantes y representados, esto es, en una relación donde los primeros serán más vigilados y más cuestionados por los segundos de lo que han sido hasta entonces. Eso quiere decir que como ocurre en otros lugares del mundo, en Chile también los partidos dejarán de ser depositarios de lealtades eternas. Por el contrario, deberán ganarse los votos uno por uno a fin de ejercer un poder limitado y sujeto a  muchas condiciones. Porque al fin y al cabo los políticos no son más que empleados a quienes con nuestros impuestos pagamos un salario para que nos representen en la escena pública. Esa, al fin, parece ser una de las premisas centrales para la invención de un nuevo pacto político, sea éste implícito o explícito.